Los jóvenes y la cocina.

Los tutoriales sobre recetas de cocina son un filón en internet. Plataformas como Facebook o Pinterest inundan nuestros móviles, tablets y ordenadores con maravillosos vídeos sobre platos bellos y deliciosos (por lo menos, en apariencia). «Fulanito ha compartido: rollitos de carne y berenjenas, fácil, sin horno». «A Menganito le gusta: Tarta de galletas Príncipe y chocolate Milka, media hora en el congelador». Tú babeas mientras miras el sandwich de jamón york y queso que te saluda desde el plato, riéndose en tu cara. Lloras comparando tamaño manjar con el tomate abierto que has preparado para cenar.

Pero si eres como yo y otros muchos jóvenes de hoy en día, el pasar tiempo en la cocina no es una de tus prioridades en la vida. Va decreciendo el tiempo que la población consume en la realización de platos en los que se emplea más de un cuarto de hora. Los guisos tradicionales quedan relegados a un segundo plano, mientras que se encuentra en auge la elaboración de macarrones con tomate y salchichas. Las lentejas dejan paso a los huevos fritos con patatas, el puchero se traduce en la pechuga de pollo solitaria, la «ropa vieja» se convierte en «pasando del tema, me hago un bocadillo». Nos engañamos examinando los perfiles de comidas en Instagram. En tu fuero interno, sabes que no lo estás haciendo bien. Te prometes a ti mismo que mañana te harás un picadillo de aguacate, pepino marino y atún de las Azores #healthy #life #eco #power.

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¡Oh, la gran paradoja alimentaria del siglo XXI! Por una parte, a la población juvenil le puede la falta de tiempo, dinero y/o la vagancia extrema. Los zagales no quieren (o no suelen querer) adobar boquerones o hacer albóndigas, normalmente prefieren recurrir al McDonald’s, pedir una pizza, encargar rollitos de primavera, etc. Pero por otra, está proliferando con fuerza una nueva oleada de preocupación (en algunos casos muy justificada, en otros rayando el trastorno obsesivo compulsivo) por la cocina y la alimentación, y cuyo pináculo, cuya Meca, es Instagram.

Todo tiene que ser orgánico-divino-ecológico-nórdico-vitamínico-molecular. Esto en castellano antiguo significaba comprar en el mercado de tu pueblo alimentos frescos del campo y del mar, montar un huerto de zanahorias, criar gallinas o irte a coger cangrejos (ya se que os estoy desvelando un secreto nuclear que nadie conocía en lo que respecta a llevar una alimentación sana, espero que la CIA no venga a por mi). Ahora existe gente que es capaz de no comprar una clase determinada de perejil porque no ha crecido en el equinoccio de primavera bajo la sombra de un ciprés de Oregón.

Parece ser que recoger patatas ya no es trendy, cool o sexy (a no ser que poses sembrando tomates de manera artística, como si Mario Testino te estuviera haciendo una sesión para el Vogue de Villanueva del Trabuco). Lo que está claro es que lo verdaderamente «in» son las tiendas de zumos exprimidos con máquinas hechas de acero libanés servidos en tazas con forma de pimiento morrón aderezadas con cristales de Swarovsky.

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